domingo, 25 de febrero de 2018

LORCA Y RODRIGO


“No tengo miedo a la muerte, tengo miedo al paso del tiempo”. Así rezaba uno de los nichos que Rodrigo limpió a lo largo de sus 30 años de servicio. Tras la guerra Civil, Rodrigo apareció en aquel maravilloso pueblo del Pirineo Catalán engullido por sus montañas y la sencillez de sus gentes.

Entre viejas encinas y cielos encapotados, Rodrigo se dejaba llevar y se perdía por sus largas calles en una ciudad rodeada de silencio,aquel mismo silencio que le embargaba cuando cansado e impregnado por aquel maldito olor a muerte llegaba a casa. Rodrigo se sumergía entre libros y recuerdos, entre rimas asonantes bañadas en vasos de ron y aquel miedo atroz  al paso del tiempo.

A Rodrigo siempre se le veía con una libreta y una vieja pluma mirando al cielo, con su viejo amigo Lorca. Lorca, era un mastín que se caracterizaba por una pequeña cojera. Una noche se lo encontró olisqueando una de las tumbas que rodeaban su hogar y simplemente le abrió la puerta y le dejó pasar. Eso es lo que siempre hacía Rodrigo ante los problemas, abrirles la puerta y dejarlos pasar.

Aquella libreta estaba repleta de epitafios, notas y pensamientos que surgían entre aquellas piedras gélidas clavadas en la tierra, que de alguna manera comunicaba la vida de los muertos con la de los vivos. Cuando llega la noche Lorca a los pies de la cama de Rodrigo suspira y mira a su amigo, como si aquella fuera la última.

Han pasado ya más de cincuenta años desde que Lorca y Rodrigo dejaran la vida de los vivos para formar parte de la de los muertos. Los más ancianos del lugar cuentan que el primer día de Noviembre si uno se sienta en el banco junto a la casa de Rodrigo, se pueden ver dos sombras paseando por el cementerio, una mirando al cielo como si estuviera escribiendo en una libreta y la otra jugueteando entre sus piernas con una ligera cojera  mientras olisquea la tierra que separa la vida de los vivos de la de los muertos.