Llevo más
de treinta años sirviendo al ejército. La verdad es que nunca me
plantee ser militar, es más, si soy sincero conmigo mismo me enrolé
en el ejército porque mi vida era tan patética y me sentía tan
perdido que fue la única opción que tuve a mis diecinueve años,
ser militar y vivir de ello.
Nunca
sentí el miedo. Recuerdo a otros compañeros hacerse sus necesidades
encima mientras intentaban sobrevivir bajo una lluvia de balas y
metralla. Tras estar en Kosovo, Afganistán y Bosnia ahora mientras
me estoy afeitando frente al espejo empañado es cuando realmente
noto el aliento del miedo en mi espalda. Siento su presencia que me
acecha. Siento su mano fría apoyada en mi hombro recosido por
balazos recordándome que yo he sido el elegido y ahora mi único
enemigo es el tiempo, tiempo que empiezo a oír susurrándome al oído
convertido en un tic tac que retumba sin piedad en mi cabeza.
He
cambiado el ruido de las bombas destruyendo colegios por las obras de
la esquina de mi casa, las sirenas antiaéreas por el sonido del
claxon del camión de butano, las lágrimas de los niños
arrodillados en una esquina rodeados de escombros por el llanto de un
bebé que pide a su madre el pecho ya entrada la madrugada. Tras
pasarme las noches enteras sin poder pegar ojo, gracias a las
pesadillas bañadas en sangre y de amargos recuerdos, hoy por
primera vez en mi vida tengo miedo, miedo porque hoy empiezo una
batalla distinta, una batalla que ya no puedo controlar. Me faltan
agallas para atarme los zapatos, ponerme el abrigo, coger las llaves,
salir y cerrar la puerta.
Tengo
miedo porque cuando dé dos vueltas de llave a la cerradura sé que
mi vida va dar un giro radical. Me sudan las manos, llamo al
ascensor, pero en último momento me arrepiento y bajo por las
escaleras..., me siento tan niño en estos momentos…, quien diría
que hace unos años dirigía una compañía de jóvenes asustados
soldados con cientos de “Kalashnikov” apuntándonos a nuestras
cabezas.
Cojo el
autobús y mi cara debe estar desencajada ya que un chaval con unos
grandes cascos parecidos a lo de los soldados que pilotan los
“Apache” me mira fijamente y me cede su sitio. Me siento y miro
por la ventana, el mundo sigue. El mundo sigue girando y no para, da
igual que yo pueda morir o no, la vida no para y continúa su camino,
sin esperar a nada ni a nadie. Al final de la calle diviso mi
objetivo, aquel edifico que a partir de ahora será como mi único
hálito de esperanza.
Al cabo
de unos de unos minutos me encuentro rodeado de batas blancas.
Sentado en una silla de plástico color canela, estoy esperando que
me llamen para entrar. La aguja del reloj que preside la sala no
avanza. Miro el móvil, tengo cientos de mensajes en el email y en el
WhatsApp. No quiero leerlos. No quiero saber nada del resto del mundo
que me pueda afectar. Sólo quiero entrar en esa maldita sala, cerrar
los ojos y pensar que todo ha sido un mal sueño, una pesadilla más
de las que siguen viniendo a visitarme cuando apago la luz de la
mesita de noche.
Por fin
llega el momento, abro lentamente la puerta y lo primero con lo que
se topan mis ojos son unos grandes butacones de color negro
alineados a modo de pelotón de fusilamiento. En dos de ellos hay dos
mujeres sentadas con los ojos cerrados y en medio una vacía, la mía,
es el principio de un largo viaje.
Una vez
sentado noto como el carboplatino entra en mi a través de un
catéter. A mi izquierda una mujer demasiado mayor para aguantar todo
esto se presenta, “Buenos días, me llamo Soledad”. Yo
simplemente asiento con la cabeza, estoy demasiado nervioso para
articular palabra. A mi derecha una chica con un pañuelo en la
cabeza, demasiado joven para estar sentada junto a mí, hace lo
mismo, “Hola, mi nombre es Esperanza”. Cierro los ojos y me dejo
llevar…, de repente siento como alguien me coge y me aprieta
fuertemente mi mano izquierda. A continuación sucede lo mismo con la
derecha. Rodeado de Esperanza y Soledad dejo que el Ángel de Guarda
que me acompañó durante tantos años vuelva a estar conmigo.
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